
Un tratado de insultos no estaría completo sin incluir los vilipendios literarios, es decir, esas pullas que se lanzaron nuestros hombres de letras, proclives a enzarzarse en trifulcas, verbales o escritas, a veces elevadas, pero muchas otras simplemente rastreras.
Schopenhauer, que contribuyó a refinar el ejercicio del insulto con un compendio de invectivas titulado El arte de insultar, sostenía que se puede atacar con dureza a las ideas, pero solo sutilmente a las personas, mediante alusiones o juegos de palabras que busquen el doble sentido.
George Bernard Shaw, que no tenía pelos en la lengua precisamente, aseguraba quitarse el sombrero ante quienes «son capaces de destruir una idea sin rozar la piel de su autor». Lamentablemente, en el caso de algunos de nuestros literatos manca finezza porque, en ciertas ocasiones, lejos de polemizar a la altura de su arte, han descendido a las cloacas de la descalificación personal más degradante. Lo cierto es que muchas enemistades literarias se han saldado con traperas puñaladas verbales.
Unamuno merece encabezar la lista de los intelectuales más dados al menosprecio de sus colegas porque disparó casi contra todos. De Azaña dijo que era «un escritor sin lectores», y Azaña lo tenía a él por «todo estupidez o mala acción». De Rubén Darío aseguró que «aún se le veían sus plumas de indio», a lo que el nicaragüense, demostrando más ingenio y finura, replicó con un elogioso artículo sobre el escritor bilbaíno, escrito, según se encargó de asegurar, con una de sus plumas.
Valle-Inclán, que perdió un brazo en una trifulca literaria, terció en la disputa cargando contra Unamuno: «Rubén es glotón, bebedor, mujeriego y holgazán, pero posee todas las virtudes del espíritu: es bueno, generoso y sencillo. En cambio Unamuno almacena todas las virtudes de la carne, es frugal, abstemio y casto. Pero tiene todos los vicios del espíritu: es soberbio, ególatra, avaro y rencoroso».
Pla dijo de Baroja que «escribía los adjetivos como suelta un burro sus pedos». Juan Ramón Jiménez llamó a Eugenio D’Ors «gandul, perezoso farsante de la obra mal hecha» y, en respuesta a una insolente carta de Dalí y Buñuel en la que calificaban de merde su Platero y yo, el poeta de Moguer también recurrió al insulto llamándolos manfloritas (afeminados).
En su tiempo, Cela y Umbral ejercieron de pistoleros verbales contra los que no eran de su cuerda. Cela menospreciaba a muchos, pero sobre todo a los jóvenes aspirantes. La emprendió contra Terenci Moix y Antonio Gala, pero también contra Julio Llamazares y muchos otros, especialmente contra Muñoz Molina, a quien con saña depredadora llamó «el doncel tontuelo» y recomendó remedios para «aliviar sus esfínteres contrariados».
Umbral, que presumía de haber hecho del insulto el fundamento de su arte literario, no siempre estuvo a la altura de sus postulados estéticos, pues a veces caía en ramplonas descalificaciones, como cuando despachó su inquina por Rosa Chacel llamándola «vieja bruja de Valladolid» y manifestó su poco aprecio por Gloria Fuertes criticando sus inclinaciones sexuales. Pero Umbral también se llevó lo suyo. Rosa Chacel lo calificó de «cretino y verdadero imbécil», y Delibes, quizá el más demoledor, dijo de él que «escribe como mea».
Javier Marías, otro de nuestros grandes polemistas, no ha podido resistirse a la vieja tentación de disparar a dar, y dijo que Andrés Trapiello «huele a zapatillas a cuadros y a casino de ciudad rancia».
Arturo Pérez Reverte, que asegura que en «España ya no se insulta como antes», es otro gran defensor del insulto inapelable para dirimir diferencias: «Le mientas la madre a alguien y te quedas en la gloria». También se enzarzó con Umbral, a quien tildó de gilipollas —junto a Borges— y al que dedicó un artículo en el que lo llamó de todo menos bonito. Entre las flores más frecuentes regaladas por el autor de Alatriste se pueden citar: soplapollas, tonto del haba, cagarrutilla, pijolandio y mercachifle. Todos ellos, sin duda, grandes aportaciones a ese noble intento de recuperar el viejo arte del insulto; vamos, lo que vendría a ser aquello de despacharse a gusto.