
En el Soneto Once, uno de sus Cien sonetos de amor, el enorme Pablo Neruda escribe: "Tengo hambre de tu boca, de tu voz, de tu pelo/ y por las calles voy
sin nutrirme, callado, / no me sostiene el pan, el alba me desquicia, / busco el sonido líquido de tus pies en el día". Tener hambre de una voz es una
de las necesidades más profundas del ser humano. Con nuestras voces nos damos mutua confirmación de existencia. Cuando te hablo, cuando me hablas. Cuando
recibo hospitalariamente tu voz, y viceversa. Y aún cuando lo que nos digamos no sea amable ni elogioso. La voz humana es el más poderoso recurso de comunicación
imaginable y posible. Expresa emociones, sensaciones, pensamientos, ideas. Tiene matices tan sutiles como infinitos, variedad de texturas y tonos. Es parte
de nuestra identidad.
No hay dos voces iguales y por ellas podemos reconocer a quienes queremos, a quienes conocemos e incluso a quienes odiamos. Entre las torturas más horribles
que se puedan temer, destaca el corte de la lengua o de las cuerdas vocales. No tanto por el dolor del momento, sino por el silencio eterno de después.
Otro gran poeta, Homero Manzi, decía en el vals Gota de lluvia: "Te buscó mi fe en la oscuridad sin saber por qué / Te soñó mi afán en la soledad sin querer
sonar. /Te llamó mi voz y tu voz me respondió/ y en tu voz hallé fe para esperar tu amor". Siempre la voz como luz en la noche oscura, como puente en la
distancia, como bálsamo en la herida, como certeza de que no estamos solos.
"Nuestra voz es la música que hace el viento al atravesar nuestro cuerpo", describe el ensayista y novelista francés Daniel Pennac en Diario de un cuerpo.
Somos, pues, instrumentos y las voces que emitimos, cada uno la propia e irremplazable, conforman una permanente sinfonía. Nos parece tan natural contar
con la voz y hacer con ella lo que hacemos (incluso maltratarla, descuidarla, exigirla u omitirla), que no reflexionamos sobre este atributo esencial de
la condición humana.
Por todas estas razones es una crueldad y una falta de respeto lo que nos ocurre una y otra vez cada día cuando necesitamos comunicarnos para expresar
una consulta, un reclamo, una urgencia, una opinión y encontramos como frías y metálicas respuestas voces grabadas, voces sin cuerpo y sin presencia, voces
que nos reenvían a otras voces, nuevamente grabadas, nuevamente inhumanas, tanto como quienes las idean. Llamamos a las aerolíneas, a las compañías de
seguros, a los bancos, a las compañías telefónicas y de televisión por cable, llamamos a cualquier organización o corporación y pasamos diez minutos hablando
con robots, y después otros quince minutos en espera para hablar con una persona de verdad en el caso de que tengamos suerte, expresa Shoshana Zuboff,
profesora emérita de la Escuela de Negocios de Harvard, en su libro The Age of Surveillance Capitalism (La era del capitalismo vigilante). Para Zuboff,
es una "contradicción intolerable" que a eso se le llame comunicación. Y cómo no estar de acuerdo con ella. Debería llamarse lisa y llanamente abandono
de persona, y como tal ser tratado y denunciado.
Mensajes de texto, call centers en los que las voces reales solo repiten formularios aprendidos de memoria, oídos clausurados por audífonos que aíslan
de las voces circundantes, discusiones de sordos en las que la prepotencia del grito remplaza al poder de la palabra. Estos son apenas algunas de las maneras
en que desbaratamos y despreciamos la razón de ser de la voz humana.
Se hace imperioso rescatar su esencia antes que nos encontremos gruñendo como hace decenas de miles de años y golpeándonos con garrotes a falta de palabras.
"Les dijo que leyeran los poemas en voz alta porque la voz era la semilla del amor en la oscuridad". Este consejo del poeta chicano Tomás Rivera (1935-1984)
puede ser un buen punto de partida.
Artículo de Sergio Sinay, Tomado de: www.lanacion.com