
La palabra de origen galo “bank”, significaba en un principio una tabla de madera adosada a la pared que permitía a la gente sentarse a lo largo y ancho de una habitación.
Pasó a varias lenguas con el significado de asiento de madera, con respaldo o sin él, en que pueden sentarse varias personas.
¿Cómo ha llegado a significar también establecimiento público de crédito? Pues sencillamente, los primeros cambistas o personas que se dedicaban a cambiar
moneda de distinto tipo o nacionalidad se instalaron en lugares estratégicos sentados en un banco y ante una mesa. Piénsese en la cantidad de monedas diferentes
que existían en un solo país. Monedas de oro, de plata, de cobre, de valor distinto, desvalorizadas unas a veces por recorte de sus bordes, lo que hacía
imprescindible pesarlas, procedentes algunas de países remotos como Bizancio, por ejemplo, cuyas monedas de oro gozaban de gran estima en toda Europa.
Realmente el papel de cambista no era fácil en aquellos tiempos.
Una de las ciudades con más comercio exterior era Venecia y los cambistas instalaban sus bancos en la plaza de San Marcos, y así eran conocidos por el banco de Fulano o el banco de Zutano estableciéndose a veces rivalidades para ver quién ofrecía mejores condiciones para el cambio de monedas.
A veces uno de estos banqueros no podía hacer frente a sus compromisos, por lo que la justicia le rompía el banco, de donde viene la palabra «bancarrota» o la de «quiebra».
Hoy se dice que un banquero es un individuo que está dispuesto a prestarte dinero a condición de que le demuestres que no lo necesitas y que un banco es una entidad que te presta un paraguas cuando hace sol y te lo quita cuando llueve.
No sé qué opinión deben de tener los banqueros de sus clientes, pero recuerdo una anécdota del célebre Rothschild, a quien se le preguntó qué opinaba de los accionistas de su banco y respondió:
—¿Los accionistas? A veces son ovejas, a veces tigres, pero sea en un caso o en otro son siempre bestias.